Immanuel Wilkins Quartet
Immanuel Wilkins (s), Micah Thomas (p), Tyrone Allen (b), Kweku Sumbry (d)
04
ABRIL, 2022
Immanuel Wilkins (s), Micah Thomas (p), Tyrone Allen (b), Kweku Sumbry (d)
41º Festival de Jazz de Terrassa-19 de marzo de 2022
Texto: Enrique Turpin
Fotos: Valentín Suárez
Todavía sorprende el hecho de que echemos a correr para alcanzar un tiempo que parece que se nos escapa, cuando en verdad vivimos en él. Somos tiempo, no es simplemente que lo tengamos o no, sino que formamos parte de él, estamos en él y no existe modo de desligarse de su influjo. “En la música, el tiempo es cuestionable. Con ella se puede desafiar la noción de qué es el tiempo y cómo sientes el tiempo”, ha declarado Immanuel Wilkins (Filadelfia, 1998). Como decía Woody Allen a propósito de los ingredientes de la comedia, también nosotros somos una mezcla de tragedia —la de sabernos mortales— más tiempo. Así que el tiempo nos conforma y nos ofrece la sustancia para progresar en él y seguir siendo nosotros, a pesar de que se trate de un nosotros que cambia en cada latir del corazón y en cada inspiración.
Que estamos hechos de tiempo es algo que sabe perfectamente Wilkins protegido de Ambrose Akinmusire, y ambos abanderados de la escuela jazzística alumbrada por Jason Moran, uno de los grandes en la sombra. También el cuarteto que lidera desde su sorprendente debut con Omega (Blue Note, 2020), elegido por prestigiosas publicaciones como lo mejor que se ha escuchado en mucho tiempo. Y sin embargo, todavía no podía imaginarse que iba a llegar tan pronto su segundo largo, el portentoso The 7th Hand (Blue Note, 2022), que presentaba por primera vez por tierras españolas, colgando el cartel de ‘no hay entradas’ para uno de los conciertos más esperados del 41 Festival de Jazz de Terrassa, como también ocurriría la noche siguiente con la propuesta de Christian McBride y sus Inside Straight.
El tiempo, eso que San Agustín sólo alcanzaba a definir siempre que no le preguntaran por él, es lo que el cuarteto neoyorquino maneja con imponente soltura y con insolente verbigracia, pese a su juventud. Después de que saxofonistas de la talla de Kamasi Washington o James Brandon Lewis hayan seguido trabajando en apuestas que reorientaban la tradición hacia caminos que hermanaban lo íntimo con lo colosal, parece que la propuesta de Immanuel Wilkins ha acertado a la hora de combinar los ingredientes personales con los colectivos, aquí entendidos como una sabia comunión entre la solvente escritura jazzística y las expectativas generadas en su audiencia potencial. Así pudo apreciarse esa noche en la Nova Jazz Cava, convertida una vez más en un templo profano donde invocar al panteón de deidades antiguas y futuras. A veces el nombre genera carácter, de ahí que Immanuel imagine su cometido asociado al mesías, al elegido, a ese ‘Dios está con nosotros’ al que responde la etimología del nombre con el que se conoce al saxofonista de Pensilvania afincado en Brooklyn.
Lo primero que se pudo apreciar nada más aparecer Wilkins fueron sus ganas de gustar, un ansia contenida pero ilusionada en tratar de hacer llegar su idea de lo que él entiende por jazz, que no es más que su idea de lo que entiende por música, que no es más que la idea que tiene de lo que significa para él expresar su mundo artístico mediante la gestación y expresión de sonidos. La música no es otra cosa, sólo que de la que participa Wilkins está trufada de tradición afroamericana de primer orden. Bebe sin remilgos tanto de la espiritualidad coltraniana como de la disposición parkeriana, en ambos casos con el mismo poder imaginativo y con formas que encuentran en Julian ‘Cannonball’ Adderley y en el último Charles Lloyd unas de sus referencias más cercanas y productivas. No parecía cómodo al inicio del concierto. Buscaba su espacio. Tímido sobre el escenario, entendía que debía dejar pasar los primeros compases para vertebrar su asalto a la Cava, a pesar de haberse labrado honores acompañando a Gretchen Parlato, Joel Ross, Wynton Marsalis, Gerald Clayton, Solange Knowles o el mismísimo Bod Dylan, entre otros músicos de renombre. Parapetado tras los atriles, con las hojas yendo y viniendo, el cuarteto —en esta ocasión sin el color que otorga la flautista Elena Pinderhugues a algunas de las partes de la suite The 7th Hand—, el cuarteto empezó a dar muestras de lo que se avecinaba con agigantadas lecturas de su primer largo, el aclamado Omega, casi recién salido de la Jiulliard.
Cayeron piezas combativas, próximas a las reivindicaciones del Black Lives Matter, como “Ferguson-An American Tradition”, que pronto darían la idea del lugar del que viene y al que se dirige Wilkins y su cuarteto, con un motorizado Kweku Sumbry a la batería que se atrevió incluso a cantar en algunos pasajes de raigambre africana (a él se debe la participación en el último disco del colectivo de percusionistas Farafina Kan Percussion Ensemble). Fueron cuarenta minutos en los que la música no hizo más que alzar el vuelo y servir de lienzo a las intervenciones de los cuatro músicos. Wilkins extrajo sonidos acuáticos de su saxo, propios de las florituras a las que nos tenía acostumbrados James Carter, pero sin caer en sus excesos. Dotadísimo con su instrumento, pronto se pudo apreciar que todos navegaban con rumbo firme, errando pero con la brújula afinada al norte, al objetivo que tenían en mente: asaltar los cielos, aunque esa noche fueran los del local, desde donde los miraba, imaginamos que con la misma admiración y entusiasmo que demostraba el auditorio, el gigante de Joe Henderson en forma de fotografía, desplegada en las alturas, haciendo honor a su estatura artística.
Lo de Immanuel Wilkins es pura fiereza estatuaria. Marca con una equis bajo sus pies el lugar desde el que desarrollar su andadura con el instrumento y se mantiene ahí durante largos pasajes improvisados, con algún paréntesis para beber agua —estos músicos jóvenes no dan muestras de coquetear con las drogas— o para limpiar gafas y frente de transpiraciones. Y sí, hubo sangre, sudor y lágrimas. La sangre por la calidez de la acogida y por el flujo ardiente de música, el sudor del trabajo tenso y aguerrido, las lágrimas por hacerse tan cortas las más de dos horas que duró el concierto de estos jóvenes de ambición bien medida. Traen consigo un concepto al que se aplican con esmero y pasión. Lo mejor de todo, que lo pasan de maravilla en el empeño, y el público con ellos, todo sea dicho. La primera mitad del concierto se movió entre algo de especulación conceptual pautada, bastante melodía mántrica gracias al fuego cruzado entre el pianista Micah Thomas y el saxo de Wilkins, al que luego se uniría el bajo hipnótico de Tyrone Allen, a falta de la precisión sensible del ausente Daryl Johns, otra de las sorpresas de este cuarteto de ensueño.
El segundo set marcó un cambio de estrategia, puesto que el grupo retiró los atriles, se recogieron el cabello, se deshicieron de las americanas y el verde le ganó la batalla en la iluminación al azul, con lo que la velada apuntaba a la esperanza, más si cabe tras el primer pase. Así fue. El lenguaje del bebop se apoderó de la sala y el respetable agradeció el gesto con vítores y salvas admirativas, porque ya se sabe que cuando se pisa terreno conocido, el espectáculo gana adeptos y reduce la tensión. Ya habría tiempo de tensar el ambiente al final del concierto, cuando los cuatro de Wilkins abordasen el final de la suit, con un Lift que convirtió la sala en lo que todo el mundo entiende que es el jazz cuando no lo han escuchado jamás atentamente, un ruido criminal al que siguen cuatro esnobs afectados que se sienten orgullosos en su ensimismamiento. Y, claro, no fue el caso. The 7th Hand convocó al mismo dios al que alude la lectura del título (la sexta mano sigue siendo humana, pero la séptima ya es divina). Lo humano se trastocó en divino, y fueron muchos los que vibraron con una suerte de rapto místico, mientras una copa de vino los anclaba a tierra para recordarles que seguían siendo mortales.
El concierto buscó la deriva hacia la parte central del último largo de Wilkins, con lo que cayeron composiciones meditativas como “Fugitive Ritual, Selah”, “Shadow” y “Witness”, donde se echó en falta la maestría de ese prodigioso bajista que es Daryl Johns. Habrá que preguntarle cómo lo pasó Tyrone Allen para defender con orgullo torero los quince minutos de improvisación que se marcó Wilkins en “Lighthouse”. Suerte de Kweku Sumbry, con quien tan bien se entiende el bravo saxofonista, a estas alturas ya despojado de la tensión inicial, pese a que jamás se olvidase de la discreción. Porque, habrá que decirlo ya, se trata de un líder que busca permeabilizarse con sus compañeros, no sólo imponerse gracias a sus dotes musicales. Hay amabilidad en sus gestos y todo fluye como en una familia bien avenida. Con el bis llegó el obligado solo de batería, hasta que el cuarteto enfiló el final como mejor logra expresarse, con esa medida tomada a los pasajes hipnóticos que lograron su propósito, a veces hirientes, por momentos catárticos, pero siempre sensibles: hacer que el público comulgase con el proyecto de Immanuel Wilkins. Sólo faltó que alguno de los presentes gritase “Aleluya”, tras dos horas de jugar con el tiempo, dilatarlo, comprimirlo, suspenderlo, hasta adueñarse de él y, dentro de esa libérrima elasticidad temporal, a nosotros con el grupo.
Es ese mismo público que, tras cuarenta y una ediciones, conoce las bonanzas de uno de los mejores festivales de club que pueden disfrutarse en estos momentos. Por el auditorio se movían abuelos junto a sus nietos, padres con sus hijos, hijos con sus amores, haciendo gala de uno de los logros de los promotores del jazz egarense, que no es otro que envolver a la ciudad al son de la música improvisada año tras año, más allá de los confines del propio festival. La ciudad vive el jazz como pocas, y la cultura jazzística de los aficionados se muestra en la naturalidad con la asumen la diferencia de propuestas que se proyectan y con el entusiasmo con el que siguen lo que a todas luces son momentos de dicha. Si hay suerte, tenemos Immanuel Wilkins para rato. Crucemos los dedos.
Magnifica reseña. Gracia.