MoodSwing Reunion: Redman – Mehldau – Mc Bride – Blade
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ENERO, 2022
Joshua Redman, saxo tenor/ Brad Mehldau, piano/ Christian McBride, contrabajo/ Brian Blade, batería. 54º Voll-Damm Barcelona Jazz Festival. Palau de la Música Catalana, 26 de octubre de 2022
Texto: Enrique Turpín
Fotos: ©JordiCalvera/ Voll-Damm Festival de Jazz de Barcelona
LAS MÁSCARAS DE LA FORTUNA
Hay una memoria nómada que se activa cuando reconoce lo extraordinario, lo que nos brinda su esencia sin apenas griterío, como esas presencias que no necesitan demostrar nada cuando aparecen en una habitación y todo son caras volviéndose hacia la persona recién llegada. Es lo que muchos llaman encanto pero que no es más que energía concentrada, una suerte de embrujo que avanza al compás de quien lo porta. Sucede con los encuentros que nos hablan de quiénes somos cuando ni nosotros mismos sabíamos de ello, y se impone del mismo modo con que lo hacen las cosas que no imaginábamos necesarias, pero que pronto se vuelven insustituibles y obligadas. Con ellas, nuestra razón de ser cobra sentido. No es exageración. La vida no consiste en otra cosa que en ir descubriendo, acumulando y degustando tales momentos. Si no, a qué Garcilaso, a qué Shakespeare, a qué Rothko, a qué unas Jordan, a qué los tulipanes rosas o a qué una garnacha centenaria.
A principios de los años sesenta del siglo XX, Julian “Cannonball” Adderley presentaba a The Young Lions (Vee-Jay, 1961), un grupo de irredentos músicos recién emancipados que respondían a la etiqueta que Irwin Shaw utilizó para su novela homónima de 1948. Parecen palabras que pudieran identificar el signo de los tiempos actuales, pero están escritas en las notas de crédito de aquella grabación seminal en la que participaron Wayne Shorter, Frank Strozier, Lee Morgan, Bobby Timmons, Bob Cranshaw, Albert Heath y Louis Hayes: “Estamos viviendo la era de la glorificación de la mediocridad. Estos son los tiempos en que los adolescentes pueden volverse ricos escribiendo e interpretando canciones mediocres. Cuando un palurdo escasamente alfabetizado con dudoso talento [se refería presumiblemente a Elvis Prestley] puede convertirse en una estrella con ingresos de un millón de dólares, o cuando un tipo epítome del “Chico americano por excelencia” [en su cabeza estaría el presentador Dick Clark] puede pinchar discos con los que los adolescentes bailan y convertirse en una importante personalidad de la televisión. Muchos de nosotros creemos que tales situaciones existen porque nos hemos permitido ajustarnos al pensamiento y la dirección de las masas.” Son palabras, desde luego, muy cercanas a los tiempos que corren. Para los sagaces, pocas cosas se resisten cuando se trata de capturar la esencia de la verdad en tiempos de ignominia, cuando menos en épocas poco amables como la que corre. Obviando el fallo de perspectiva en la elección de las personalidades a las que alude, Cannonball estaba cargado de razón: nada puede objetarse a que en los tiempos que corren la mediocridad tiene carta de naturaleza y campa por sus respetos con la naturalidad de lo inevitable.
La memoria nómada de la que antes hablaba obró su influjo ya en los primeros compases del reencuentro de este cuarteto de lujo —Joshua Redman, Brad Mehldau, Christian McBride y Brian Blade—, hoy sin parangón en la escena mundial, tanto por influencia como por condición asumida de maestros indiscutibles de sus instrumentos, líderes proteicos y repletos de grandes composiciones en su haber. Todos ellos unidos en su afán por trasladar las enseñanzas del jazz pretérito hacia lugares insospechados, asequibles sin caer en la grandilocuencia del esnobismo o la falsa elocuencia, en un trasvase con tanta fluidez como solidez por los senderos que conducen el jazz del siglo XX al jazz del siglo XXI. Hace casi treinta años de la grabación del enorme Moodswing (Warner Bros, 1994) y el cuarteto, más de dueño que nunca de su arte, ha visto a bien reimaginar una dádiva para sus fieles seguidores en forma de nuevo encuentro y nuevas grabaciones. Al disco original han de sumarse hoy el segundo desembarco de la formación en RoundAgain (Nonesuch, 2020) y, justo a escasas semanas de emprender gira con el proyecto, un colofón para aquellas sesiones de grabaciones, llevadas a cabo en el Nueva York prepandémico durante septiembre de 2019, bajo el título de LongGone (Nosesuch, 2022). Se han reunido para girar en lo que parece una única oportunidad de verlos juntos de nuevo. Con acierto han llamado a la gira A MoodSwing Reunion, donde nos encontramos al cuarteto en plenas facultades y con el aire festivo que nunca les ha faltado unidos ni tampoco en solitario.
La expectación era máxima, con lleno hasta la bandera y un aire risueño en las caras de los asistentes que hacía deparar una velada para atesorar en la memoria. Padres e hijos, abuelos y nietos, amantes y amigos, todos solitarios al fin, de esos que saben permanecer en una habitación sin aburrirse, se dieron cita en el Palau de la Música para rendir homenaje a un jazz que llega a lugares de vanguardia desde motivos populares, haciendo fácil lo que es extremadamente difícil; esto es, convertir en arte inmarcesible unas piezas que pronto se instalan en la memoria musical, en la que la melodía se conjuga con estructuras insólitas por lo asequibles que resultan al oyente, aunque al desmenuzarlas pueda comprobarse que el trabajo compositivo deviene harto complejo. Algo así como motivos que siempre han estado ahí aunque sean de nuevo cuño. Tal vez lo que ocurre es, simplemente, que la presencia de cada uno de los miembros de este cuarteto ya es indiscutible y está presente en muchas de las manifestaciones del jazz contemporáneo. Es lo que sucede con los maestros y su influjo. Aparece donde menos se lo espera, aunque siempre está presente en el ambiente. Tampoco nosotros captamos el aroma del oxígeno pero vivimos gracias a él. Hay cosas que entrañan milagros en su aparente simplicidad. El MoodSwing Quartet es una de esas cosas. Efímero en sus inicios por la propia naturaleza de lo que arde con intensidad hasta la extenuación, se disolvió en un par de años de existencia, pero hoy de nuevo tienen cosas que decir. Y las dijeron, vaya que sí.
Es curioso cuando la excelencia se reviste de asequibilidad, y qué lujo cuando se hace viral y acaba siendo tendencia. Así empezó todo. Puntuales e indómitos, como si no hubiera pasado el tiempo. Entre guiños a Mancini (con citas a Pink Panther por medio), Joshua Redman se erigió portavoz del grupo desde los primeros compases del concierto. Sería por el tiempo que hacía que se no los veía juntos, pero todos mantenían un porte de digna naturalidad que auspiciaba la promesa de un acontecimiento sin fisuras, ajeno a todo lo que quedara fuera de la música. Así había de ser y así fue. A todo esto, caí en la cuenta de lo bajo que se sienta Mehldau al piano. Creo que cada vez lo hace más cerca del suelo. Él a lo suyo, a mantener las armonías, a enriquecer como sabe las canciones, a labrar su destino desde la solvencia de lo bien ejecutado y mejor pensado. Él es de esos músicos que sabe cuándo renunciar al primer plano, pese a que aquí hay un cuarteto democrático con el peso repartido. Todos ellos se saben deudores de una tradición, pero no renuncian a seguir la escuela que lleva al umbral de la posteridad, esa que conduce a la epifanía auditiva como regalo del oyente y satisfacción del ejecutante. Aquí, como era de esperar, hubo diversión a raudales. Redman jugó a los sobretonos, pero desde texturas sedosas, casi más difícil que cuando se sopla buscando tsunamis. Es cuando se descubre también que Brian Blade, él tan risueño siempre, toca al bies, como de soslayo, en una suerte de autoescucha para no perderse nada de la fiesta y ofrecer lo mejor de sí mismo, crítico como pocos con su ejecución. Llegó el turno de McBride, que ya tiene un lenguaje propio cuando traslada sus ideas a las cuatro cuerdas de su contrabajo. Es de esos músicos que entiende su trabajo como una misión, la de encumbrar de orgullo el arte de sus ancestros mientras enseña las delicias de los nuevos ritmos.
Joshua Redman barajó indistintamente el soprano y el tenor. En la segunda de las piezas apostó por el soprano, para hacer de “Floppy Diss” (escrita por McBride) una variante juguetona de las composiciones con las que nos sorprende a veces, tanto o más si comparte escenario con el fiel Mehldau (o es al revés, que el fiel es Redman). El caso es que desde bien pronto se acostumbró el auditorio a la estructura de intervenciones de saxo, piano, bajo y batería, por este orden. Blade se dejó ver para recordar por qué estaba ahí, con el resto de grandes, y fue arrollador. Luego se retiró para que el tema se cerrase de traca. Fue cuando vino el momento de la presentación. El saxofonista tomó la palabra para recordar que hacía exactamente treinta años que había pisado Barcelona por vez primera, una “soulful city” según su parecer (es la ingenuidad del visitante lo que habla), y que ya al año siguiente vino acompañado del resto de jóvenes leones. Atacaron entonces un “Moe Honk” en el que Redman alterno los arpegios con la fiereza de su todavía ímpetu juvenil. Como si fuera una película clásica de espías en la que los buenos se salen con la suya, todos se conjugan para ir en pos de un único fin, tal y como había sido deseo de su compositor, Mehldau: hacer fácil lo difícil, no rendirse al lugar común y, ya puestos, disfrutar de las vistas cenitales de esa maravilla arquitectónica que es el Palau de la Música. Extasiado andaba Redman con la techumbre y los detalles sobre sus cabezas. “Undertow” volvió a mostrar las dotes del saxofonista en lo que concierne a la escritura de canciones memorables. Con ella alcanzaron la hora de concierto, que cerró de nuevo Blade a la batería. Siguieron a lo suyo, con “The Shade of The Cedar Tree”, una temprana composición de McBride de sus años en Verve que también ha tocado con su Big Band y con Inside Straight. Digno heredero de Ray Brown, Milt Hinton y Ron Carter, por señalar unas referencias evidentes en su toque, el contrabajista de Filadelfia sobresale por su pulsión prístina, por un caminar dejando huella y por alimentar la melodía en cualquier altura de su mástil. Sin solución de continuidad, le tocó el turno a “Your Part to Play”, compuesta por Blade, en la que Redman echó a volar y el baterista persiguió ese vuelo con las mazas y un juego de disonancias que, milagrosamente, no lo parecieron en ningún momento. Todo fluye con naturalidad. Asunto peligroso. Luego uno se va a ver otros espectáculos y todos palidecen a la vera de estos cuatro jinetes del Cantar de los Cantares. Y es que no hay aquí apocalipsis ni armagedones, y sí mucho amor por el trabajo bien medido y de noble herencia. Música sensual en cualquiera de los registros y expresiones del grupo, lo suyo es un diálogo con los dioses, o al menos, el intento de recordarles que no lo hicieron tan mal cuando nos dejaron al amparo de las cuevas. Y hasta hoy.
Como no podía ser de otro modo, le llegó el turno al recuerdo del temprano MoodSwing, con el ataque a “The Oneness of Two (In Three)”. Alrededor de veinte añitos rondaban todos cuando Redman compuso la pieza. El saxofonista regresó al soprano y le inyectó un tremendo swing al tema, que hizo que el respetable no se percatara de que ya llevábamos más de hora y media de actuación. Y llegaron entonces los bises, dos, por si todavía quedaban incrédulos en la sala modernista, convertidos en sendas fiestas por el regalo ofrecido y por el recibimiento devuelto. El cuarteto recordó que en eso de los géneros no cabe conclusión, y se descolgaron con una memoria hecha gema musical de lo que supone el bebop bien entendido. Son portentos, los cuatro, sin excepción. Las caras del público así lo atestiguaban. Todos entendimos que estábamos presenciando un concierto histórico. Pocas veces puede vérseles juntos haciendo de las suyas. Cada uno conduce sus propios proyectos y es difícil hacerles coincidir. De ahí que el regalo fuera doble: el obsequio de su presencia y la melancolía por ser sabedores de la fugacidad del acontecimiento. Si Hemingway levantara la cabeza ya no diría aquello de ‘París era una fiesta’; cambiaría sin duda el nombre de la capital gala por el de una Barcelona que se convirtió por unas horas en un vórtice de energía cósmica para que ya a nadie se le ocurra pensar que las revoluciones sólo pueden llevarse a cabo con las armas. Bueno, si las armas son un saxo, un piano, un contrabajo y una batería, a lo mejor hasta yo me apunto al combate. Al salir por las puertas giratorias del Palau, uno no puede por más que reconocer que Cannonball sólo tenía parte de razón. Sí, se viven momentos de ensalzamiento de la mediocridad, pero quedan compensados con espectáculos como los que ofrecieron estos cuatro monstruos —en su etimología primigenia de rarezas, de extraños, de insólitos— del arte jazzístico. Si no regresan, alguien al menos habrá tenido la fortuna de tenerlos muy cerca y la fortuna de que la onda expansiva que provocaron esas dos horas haya interferido en su epigenética para alegría y disfrute de sus contemporáneos. ¿Dijo alguien que no somos afortunados?