47º FESTIVAL INTERNACIONAL DE JAZZ DE GETXO
POR EL TIEMPO QUE NOS QUEDA
Como la ría del Nervión que va a dar al mar, que aquí es el vivir y no el morir, como le gustaba decir al poeta, uno nunca sabe dónde empieza y dónde acaba el trasiego de aguas dulces y saladas, pero hay acuerdo en reconocer que en el margen este del Puente de Vizcaya, en plena ría de Bilbao, se da cada año desde hace cuarenta y siete uno de los grandes festivales de jazz europeos. Como ese transbordador, cada edición busca conectar gentes y querencias para ofrecer un espectáculo estival que va más allá del mero escaparate musical hasta convertirse en un epicentro de vitalidad civil donde lo humanístico encuentra su razón de ser en algo menos de una semana de conciertos y actividades alrededor de la villa de Getxo. Fueron un total de diecisiete conciertos, distribuidos entre los gratuitos y al aire libre de la Plaza de la Estación de Algorta, hasta los que acogió el auditorio Muxikebarri, a los que hay que añadir las jams nocturnas de fin de semana en el Piper’s de Algorta, conducidas por el guitarrista Miguel Salvador y que no hay que perderse si uno desea tener una comprensión cabal de lo que se maneja en este festival tan especial, de los pocos que añade a su programación un concurso de grupos que ya es histórico, no sólo por la acumulación de ediciones, también por la excelencia de los proyectos y por la repercusión internacional del galardón. Quien esto firma sabe que por perderse esas jams debido a una crisis sistémica de sus anginas tiene un pie en la quinta planta del infierno, la que Woody Allen destinaba a carteristas de metro, mendigos agresivos y críticos literarios en Desmontando a Harry (1997). Otro año será.
Lo que pasó el miércoles 3 de julio tiene mucho que ver con quien se presentaba en el escenario del Muxikebarri: tras unos correctos Seada Quartet, desembarcó el James Carter Organ Trio y la fiesta ya no paró hasta el colofón del domingo. El multiinstrumentista de Detroit hizo gala de su fama lúdico-festiva y logró la unanimidad de pareceres. Más allá de sus dotes, reconocidísimas y suficientemente contrastadas a lo largo de los años y los distintos proyectos, lo que pudo escucharse esa tarde memorable fue una explosión de conocimientos y saberes dispuestos para el más puro espectáculo. Un líder solventísimo como Carter, consciente de sus habilidades y mando, no dejó al azar la dinámica del concierto, y mostró que la payasada no está reñida con la excelencia. Hace tiempo que los secretos del viento fueron domados por el joven león que ya peina canas (1969) -es un decir, desde siempre marcó su esfinge pulida, pero no ha perdido las ganas de significarse ni mucho menos las de ofrecer una actuación digna de los grandes. No hay demasiados proyectos que generen afición al tiempo que muestren las osadías a las que puede llegar esta música indómita y universal. James Carter crea escuela de oyentes y fanáticos mientras parece que lo que hace sale con la facilidad con la que se respira. Nada más lejos de la realidad. Lo de Organ Trio viene por la fiereza con la que Gerard Gibbs ataca las teclas del Hammond B3, haciendo que las aspas del amplificador se conviertan en un instrumento más para rendirse, acatar y obedecer los designios del líder. Hay un sometimiento de la voluntad, pero Gibbs también tiene carrera paralela a Carter y no se amilana cuando los saxos (soprano, tenor y alto) del de Detroit piden guerra. Puso al público en pie cuando hizo falta y despejó las dudas a propósito de la solvencia del trío, que esta vez había cambiado a Alex White, el baterista oficial, por un efectivo Elmar Frey nada inconsecuente. La fiesta permitió revisionar composiciones de Django Reinhardt, Lonnie Smith, un funkificado “A flower is a lovesome thing” de Billy Strayhorn, el “Tricotism” de Oscar Pettiford y una mirada oblicua al estándar “Body & Soul”, con guiños a Henry Mancini y Georges Bizet, por si no quedaba claro que James Carter tiene tanto de clásico como de vanguardista, que es lo mismo, porque ya se sabe que todo clásico guarda en su interior la mirada contemporánea con la que afrontar el mundo. No pudo haber mejor inicio de festival, desde luego.
Que Getxo cuida su programa y sus gentes no es simple lugar común. Se trata de un festival que trata de conjugar las voluntades artísticas con las potencias locales y los deseos de los amantes (verdaderos) del jazz con mayúsculas. La ocasión se pintaba propicia para que el jueves 4 apareciera una bomba nuclear que juega la baza de lo popular y lo extraordinario con una incontestable presencia. Nos referimos a la pizpireta Hiromi Uehara (Shizuoka, 1979), una artista que hace del piano un banco de pruebas para su personalidad y que obliga a cualquiera que la tiene delante a hacer un pacto por el que otorgar credibilidad al prodigio que va más allá del mero fuego de artificio. Quiere decirse que el entusiasta del jazz se cuida mucho de los músicos que hablan mucho para decir poco, de esos en los que impera la agrupación de notas sin fuste por el solo hecho de existir pegadas, pero que nada tienen que decir, más allá del discurso apabullante y superfluo. No, Hiromi —iba a decir la joven, pero la japonesa ya tiene en su haber cuarenta y cinco vueltas al sol naciente— conjuga el volcanismo con la sensibilidad, lo que no es óbice para que muestre quién es cuando se deja llevar y, sobre todo, cuando traslada al público su propuesta artística. En esta gira venía a presentar el cuarteto de Sonicwonder con su largo Sonicwonderland (Telarc, 2023), plagado de funk estratosférico, teclados galácticos, improvisación contenida y mucho humor marca de la casa. Mientras el bajo eléctrico de Hadrien Feraud hacía viajar a los tiempos del drum’n’bass en comunión con el todopoderoso baterista Gene Coye, la trompeta de Adam O’Farrill, el nieto pequeño de la saga de los O’Farrill (Chico y Arturo, abuelo y padre) trajo la sensibilidad de la mezcla heterogénea que caracteriza la genética musical de Nueva York. Habían pasado diez años desde que Hiromi recalase en Getxo y vino a demostrar qué había ocurrido en esa década que trajo consigo crisis, pandemias y crecimiento personal, por más menuda que nos siga pareciendo. La destreza técnica se le supone, pero hay hoy intensidad controlada y fuertes dosis de grácil inventiva que la hacen única. De nuevo se trató de un concierto para crear afición y para comprobar que el aburrimiento no cabe en la propuesta de la nipona. Fueron cayendo uno a uno los singles de su último trabajo, como si ese ‘país de las maravillas sónico’ fuera el patio de recreo de una Alicia-Hiromi que no le teme a nada, donde todos los objetos y sujetos son sus aliados cuando se trata de divertirse y divertirnos. “Wanted”, “Polaris”, “Utopia” y el resto de composiciones lograron la unanimidad risueña del público en la hora y media de concierto. Para colmo, el “Bonus Stage” con el que cierra su último trabajo discográfico y que en el Muxikebarri sirvió de bis mezcla el pasacalles second line con los multisaltos del videojuego Mario Bros, por si no quedaba claro de dónde se nutre Hiromi. Los teloneros Flen encendieron la mecha con su jazz escandinavo, pero cuando tras ellos aparece la colorista y heféstica Hiromi al frente de su cuarteto sólo quedan cenizas, aquí de amor correspondido hacia la líder de Sonicwonder. Las seis personas que quedaron para completar el aforo del auditorio todavía deben andar tirándose de los pelos por haberse perdido uno de los espectáculos veraniegos destinado a todas las edades (del jazz).
Al igual que fijar la Casa Consistorial sobre una cancha de frontón aportalada es toda una declaración de intenciones, Getxo tiene a gala ser el estandarte durante casi medio siglo de una suerte de escuela jazzística que tiene su mirada en Europa pero que reconoce a la Norteamérica anglófona como referente indiscutible cuando de cuna genérica se habla. Sí, por el Viejo continente hemos tenido a improvisadores importantes como Bach, Beethoven o Chopin, por poner ejemplos indiscutibles en trasladar una idea al instrumento sin solución de continuidad, pero el jazz nacido en el crisol caribeño bebe de otras fuentes. Éstas fueron las que se arracimaron para que el cuarteto de gala del guitarrista Kurt Rosenwinkel (Filadelfia, 1970) recalara de nuevo en el festival, esta vez acompañado de los cómplices Mark Turner a los saxos, Ben Street al contrabajo y Jeff Ballard en la batería. Venían con el reluciente The Next Step Band (Heartcore, 2024) bajo el brazo, y todos sabemos que el quinto elemento, de haberlo citado para la ocasión, hubiese sido el agigantado Brad Mehldau, pero el pianista ya montó hace nada un homenaje a sus días juveniles con el colectivo prepandémico RoundAgain, que dio nombre también al disco resultante (Nonesuch, 2020; y su secuela en 2021), donde figuraban otros amigos del guitarrista como Brian Blade, Christian McBride o Joshua Redman. Más discreta, pero no menos genial, es la propuesta de Rosenwinkel que vino a presentar ante un auditorio volcado con uno de los líderes generacionales del jazz finisecular, virtuoso y elegante a un tiempo, aunque disperso en intenciones en los últimos años. Que se atreviese con el piano en un par de piezas sin aportar demasiado va en esta línea de desconcierto. Pero cuando agarra la guitarra ya es otro cantar. Cayeron “Zhivago” y “Christmas Song”, luego “Mr. Hope” y “The Next Step”, más el bis de rigor. Puestos a destacar lo mejor de la actuación, no cabe duda de que las artes de Mark Turner siguen intactas, haga lo que haga. Y sí, ha pasado el tiempo para aquellos jovenzuelos, pero quien tuvo retuvo, y la comunión entre el cuarteto sigue intacta, igual que la amistad que los envuelve. En cuanto a Gerard Chumilla Quintet, tercera propuesta del concurso de grupos, el asunto quedó en anécdota, a pesar de las altas expectativas depositadas en el líder, sobre todo tras haber grabado junto a Larry Grenadier y Jorge Rossy. Queda claro que el carisma hay que trabajarlo, aunque dotes parece que no faltan. Al tiempo.
El barrio. Lo importante es el barrio, las gentes. La gente escoge gente para administrar ese quid pro quo que hace del bienestar vecinal una forma de vida amable y justa. Lo demás son zarandajas de ladronzuelos metidos a políticos. Y la política —la civilización desde luego— también es saber echar una pinta en condiciones y servir un buen vino en copa selecta y a precio módico, ajustado a la materia que se ingiere y al bolsillo que se sacude. Getxo, Algorta, Bilbao, paisajes para el disfrute sin atracos. Lo justo es lo bien medido. Lo demás es aprovisionamiento personal con el pasamontañas simbólico de quien pide sin dar apenas nada a cambio. Sé de lo que hablo. Vengo de ahí, de la esquilmación controlada y manifiesta de ciudades capitales pretendidamente modernas. Todos sabemos cuáles son. Lo habrán padecido. Suerte que queda el arte de Stacey Kent para compensar. Lo entendieron quienes agotaron las entradas del recinto para ver un jazz vocal elegante con las estridencias controladas (para eso ya están las letras de las canciones de la cantante de Nueva Jersey (South Orange, 1965), la más cercana a Blossom Dearie, fina en el fraseo y superdotada en eso tan difícil que es construir atmósferas. Al frente de su trío, donde sobresale el toque prístino del pianista Art Hirahara y de “mi mejor amigo, mi esposo”, el saxofonista y flautista británico Jim Tomlinson, que secundó con obediencia e inventiva las interpretaciones de la cantante. Hora y media entre “The Shadow of your Smile” a “Bésame mucho”, con espacio para un scat contenido y clásicos imperecederos en los idiomas en que se siente más cómoda (que no son pocos), “Tango in Macao”, “Les eaux de mars”, “Bonita”, “Coraçao vagabundo”, “Blackbird” o “Postcard Lovers”, con letra del nobel Kazuo Ishiguro y música de Tomlinson. Si la cita vocal obligada en un festival de jazz de estas características merece el recuerdo, la segunda participación en él de la Kent se saldó con nota y con sold out en las 782 butacas, en gran medida por el lirismo de frágil extenuación, como ejemplificaron sus lecturas tan personales del “Ne me quitte pas” de Jacques Brel y “Sur le ciel de Paris” de Edith Piaf. Con excelencia también saldó su actuación el grupo Nita, que reúne un conjunto internacional liderado por Anja Gottberg (contrabajo y composiciones) y la sobresaliente trompeta del murciano Antonio Moreno, un quinteto con sede en Ámsterdam que dio sentido a la competición. Ganaron el concurso con justicia y tuvieron la recompensa de talonear al grupo que cerraba el festival, el majestuoso Bill Frisell Trio.
Con Thomas Morgan al contrabajo y Rudy Royston a la batería (para otra ocasión quedaron sus habituales Tony Scherr y Kenny Wollensen, más en la estela zorniana), el concierto suponía la toma en directo del magnífico largo Valentine (Blue Note, 2020), tal vez la agrupación que mejor se ajusta a las necesidades emocionales del guitarrista norteamericano (Baltimore, 1951). Y sí, la cosa iba de americana, esa suerte de música folclórica en la que lo popular se da de bruces con la inventiva instrumental y el country campa por sus respetos, lo mismo que el jazz heterodoxo y cualquier manifestación en la que resuenen los paisajes estadounidenses, preferiblemente las llanuras (el grupo de Brian Blade Fellowship también recorre esos mismos caminos). Fueron cayendo “Baba Drame”, “electricity”, “Wagon Wheels”, “A flower is a lomesome Thing” (el estándar de Billy Strayhorn que ya le escuchamos la primera jornada al James Carter Organ Trio) y, cómo no, la propia “Valentine”. Desde que llegó a Blue Note, Frisell ha ido añadiendo a su inmensa discografía nuevas vestimentas: a solo (Music Is, 2018) a cuarteto (Four, 2022), lo último con gran orquesta de la Brussels Philarmonic (Oschestras-Live, 2024), pero lo que mejor muestra la inventiva y profundidad de la música de Frisell es este formato que se presentó como cierre del festival en el Muxikebarri para regocijo de los presentes. Digámoslo ya: estuvieron enormes. Sabido es que no siempre la política se ha llevado bien con lo artístico, sobre todo cuando se cae en la propaganda. Pero que el Bill Frisell Trio acabase su actuación con la inmarcesible lectura de “What The World Needs Now Is Love” de Burt Bacharach y Hal David habla de un grupo comprometido y visceral con la realidad circundante. El adoctrinamiento por la belleza es el único que merece ser consentido. Aquí se respiraba belleza por doquier. Eso se nota cuando se traspasa el umbral de la salida del auditorio con el corazón henchido y la mirada brillante, la pupila dilatada en la noche estival y la serenidad de saberse en el lugar correcto en el momento justo. A veces no hay que pedir más. Pero puesto a pedir, como somos el tiempo que nos queda, uno se atreve a demandar a los dioses que le sea concedida tanta dicha musical de primera como la que se arracimó aquella semana de julio en el Festival Internacional de Jazz de Getxo. Confío en ser escuchado. En caso contrario, como también somos pasado y experiencia, esto vivido ya me lo llevo.