COLOGNE JAZZWEEK 2025
Festival
23
Septiembre, 2025
Texto: José Cabello Llano
Fotos: Niclas Weber, Sebastian Lautenbach y Michaela Bönsch
Alemania ha vuelto a conquistar nuestros corazones, esta vez en una de sus ciudades más importantes. Desde el 31 de agosto hasta el 5 de septiembre, Colonia volvió a latir al ritmo del jazz en su festival de moda Cologne Jazzweek. Durante una semana, la ciudad se convirtió en un cruce de caminos donde convivieron generaciones, lenguajes y geografías. Desde la imponente catedral hasta los clubes más íntimos, pasando por teatros y salas históricas, cada rincón respiraba música. El programa, tan vasto como ambicioso, reunía estrellas consagradas, proyectos emergentes y propuestas experimentales que hacían imposible abarcarlo todo.
En nuestros tres días de estancia, pudimos asistir a conciertos memorables, entrevistar a varios músicos y al propio director del festival, Janning Trumann, y sentir de cerca ese pulso que hace de este evento uno de los epicentros del jazz europeo. Lo que sigue no es una cobertura exhaustiva, sino el relato de un recorrido personal por algunos de los momentos que marcaron esta edición.
En nuestro primer día pudimos asistir a la entrega del premio Albert Mangelsdorff 2025 organizado por la Jazz Union. La cantante Lauren Newton fue la galardonada y pudimos entrevistarla y descubrir más de su aproximación al canto y al mundo vocal. Una de sus próximas citas será pues, por gracia de este premio, el festival de jazz de Berlín. Por la tarde tuvimos la gran oportunidad de asistir al concierto de Tyshawn Sorey Trio, que presentó un set tan denso como fascinante. La sala estaba a rebosar, el calor era palpable y la expectación inmensa. El set completo se interpretó sin pausas, como una suite ininterrumpida. El pianista, Aaron Diehl, abrió con una balada suspendida en el aire, casi inmóvil, a un tempo de apenas 20 bpm. Desde ahí, la música se expandió en un juego de modulaciones constantes, oscilando entre blues, swing frenético, funk, hip-hop y explosiones rítmicas de clara herencia elviniana. El silencio del público, clavado en sus butacas, era prueba de la tensión compartida. Cada integrante tuvo su momento de foco, siempre dentro de un discurso atravesado por métricas cambiantes y células rítmicas que funcionaban como puentes hacia nuevos territorios. Tras un saludo que parecía marcar el final, el público insistió en un bis. Y allá que fue el trío a interpretar un swing moderno, roto y congelado por ráfagas de free jazz, breve pero incendiario. Una mención especial merece el contrabajista, ya amigo, Harish Raghavan, quien cautivó a todo el público con su consistencia y musicalidad. Además, nos concedió una entrevista preciosa en la que nos expresó muchas de sus ideas y concepciones respecto de la música.
Esa misma noche, la propuesta del canario Nassim y de nuestra querida Marta Warelis con su dúo Dust Bunny llevó la radicalidad del free a sus últimas consecuencias. Ruido, densidad y contraste dinámico eran el terreno común: teclados y sintetizadores en manos de Warelis en diálogo abrasivo con la batería desatada de Nassim. La intensidad era tanta que por momentos parecía que todo se rompía para volver a recomponerse desde los escombros.
Al día siguiente, el turno del famoso cuarteto Kneebody trajo un cambio de registro radical. Tras unos problemas técnicos iniciales, resueltos con un humor desarmante —incluyendo la anécdota de Ben Wendel tocando con ropa prestada y pedales ajenos por un problema con Lufthansa—, la banda desplegó su característico lenguaje secreto. Explicaron al público cómo sus señales internas les permiten improvisar sobre la forma sin saber adónde irán, un código compartido que hace de cada concierto un viaje irrepetible. La complicidad y el virtuosismo de cada miembro fueron una fiesta colectiva, con presentaciones y solos que desbordaban frescura. Ese mismo día, durante la comida pudimos disfrutar de una entrevista con toda la banda. En la entrevista compartieron con nosotros innumerables anécdotas y las claves de su visión musical y vital.
Más etéreo y ensoñador fue el concierto de Ghosted, un trío de guitarra, contrabajo y batería. La guitarra, entre pedales y modulares, generaba atmósferas que se diluían en fades progresivos, mientras bajo y percusión construían grooves tribales, casi hipnóticos. El resultado fue un trance sonoro que arrastró al público a mover la cabeza y a dejarse llevar por la textura mántrica y la danza implícita en el pulso.
Al día siguiente, de nuevo la artista de moda y en residencia, Marta Warelis ofreció un dúo insólito con Koichi Makigami, donde la voz y el pianoforte —preparado con técnicas extendidas— se encontraron en un terreno liminal. Makigami, además, incorporó instrumentos como la trompeta o la flauta de madera, soplando desde aberturas poco convencionales para extraer timbres extraños. Lo que sucedió fue más una experiencia sensorial que un concierto, un ejercicio de exploración sonora al límite de lo imaginable.
Aunque nuestra estancia fue breve, la magnitud del festival se reflejó también en nombres de peso como Kurt Rosenwinkel Trio, Tigran Hamasyan con su proyecto The Bird of a Thousand Voices, el trío experimental Weird of Mouth conformado por los grandes Mette Rasmussen, Craig Taborn y Ches Smith, el dúo de Reinier Baas y Ben van Gelder, la sobrecogedora actuación de Kit Downes con su órgano en la catedral, o el arrollador proyecto Parallel Universe de Isaiah Collier. Todos ellos confirmaron por qué este festival se ha consolidado como uno de los epicentros más vibrantes del jazz contemporáneo.























