Lo de Immanuel Wilkins es pura fiereza estatuaria. Marca con una equis bajo sus pies el lugar desde el que desarrollar su andadura con el instrumento y se mantiene ahí durante largos pasajes improvisados, con algún paréntesis para beber agua —estos músicos jóvenes no dan muestras de coquetear con las drogas— o para limpiar gafas y frente de transpiraciones. Y sí, hubo sangre, sudor y lágrimas. La sangre por la calidez de la acogida y por el flujo ardiente de música, el sudor del trabajo tenso y aguerrido, las lágrimas por hacerse tan cortas las más de dos horas que duró el concierto de estos jóvenes de ambición bien medida. Traen consigo un concepto al que se aplican con esmero y pasión. Lo mejor de todo, que lo pasan de maravilla en el empeño, y el público con ellos, todo sea dicho. La primera mitad del concierto se movió entre algo de especulación conceptual pautada, bastante melodía mántrica gracias al fuego cruzado entre el pianista Micah Thomas y el saxo de Wilkins, al que luego se uniría el bajo hipnótico de Tyrone Allen, a falta de la precisión sensible del ausente Daryl Johns, otra de las sorpresas de este cuarteto de ensueño.
El segundo set marcó un cambio de estrategia, puesto que el grupo retiró los atriles, se recogieron el cabello, se deshicieron de las americanas y el verde le ganó la batalla en la iluminación al azul, con lo que la velada apuntaba a la esperanza, más si cabe tras el primer pase. Así fue. El lenguaje del bebop se apoderó de la sala y el respetable agradeció el gesto con vítores y salvas admirativas, porque ya se sabe que cuando se pisa terreno conocido, el espectáculo gana adeptos y reduce la tensión. Ya habría tiempo de tensar el ambiente al final del concierto, cuando los cuatro de Wilkins abordasen el final de la suit, con un Lift que convirtió la sala en lo que todo el mundo entiende que es el jazz cuando no lo han escuchado jamás atentamente, un ruido criminal al que siguen cuatro esnobs afectados que se sienten orgullosos en su ensimismamiento. Y, claro, no fue el caso. The 7th Hand convocó al mismo dios al que alude la lectura del título (la sexta mano sigue siendo humana, pero la séptima ya es divina). Lo humano se trastocó en divino, y fueron muchos los que vibraron con una suerte de rapto místico, mientras una copa de vino los anclaba a tierra para recordarles que seguían siendo mortales.
El concierto buscó la deriva hacia la parte central del último largo de Wilkins, con lo que cayeron composiciones meditativas como “Fugitive Ritual, Selah”, “Shadow” y “Witness”, donde se echó en falta la maestría de ese prodigioso bajista que es Daryl Johns. Habrá que preguntarle cómo lo pasó Tyrone Allen para defender con orgullo torero los quince minutos de improvisación que se marcó Wilkins en “Lighthouse”. Suerte de Kweku Sumbry, con quien tan bien se entiende el bravo saxofonista, a estas alturas ya despojado de la tensión inicial, pese a que jamás se olvidase de la discreción. Porque, habrá que decirlo ya, se trata de un líder que busca permeabilizarse con sus compañeros, no sólo imponerse gracias a sus dotes musicales. Hay amabilidad en sus gestos y todo fluye como en una familia bien avenida. Con el bis llegó el obligado solo de batería, hasta que el cuarteto enfiló el final como mejor logra expresarse, con esa medida tomada a los pasajes hipnóticos que lograron su propósito, a veces hirientes, por momentos catárticos, pero siempre sensibles: hacer que el público comulgase con el proyecto de Immanuel Wilkins. Sólo faltó que alguno de los presentes gritase “Aleluya”, tras dos horas de jugar con el tiempo, dilatarlo, comprimirlo, suspenderlo, hasta adueñarse de él y, dentro de esa libérrima elasticidad temporal, a nosotros con el grupo.
Es ese mismo público que, tras cuarenta y una ediciones, conoce las bonanzas de uno de los mejores festivales de club que pueden disfrutarse en estos momentos. Por el auditorio se movían abuelos junto a sus nietos, padres con sus hijos, hijos con sus amores, haciendo gala de uno de los logros de los promotores del jazz egarense, que no es otro que envolver a la ciudad al son de la música improvisada año tras año, más allá de los confines del propio festival. La ciudad vive el jazz como pocas, y la cultura jazzística de los aficionados se muestra en la naturalidad con la asumen la diferencia de propuestas que se proyectan y con el entusiasmo con el que siguen lo que a todas luces son momentos de dicha. Si hay suerte, tenemos Immanuel Wilkins para rato. Crucemos los dedos.